Noticias | Miércoles 05 de febrero de 2020
MARIO SÁNCHEZ
teatrodetritus@gmail.com
“El teatro sigue siendo un lugar donde, a pesar de todo, todavía puede existir un sentido de lo sagrado a través de la escritura que toma forma en los actores”. Wajdi Mouawad.
Cuando el autor del texto que usted ahora se presta a leer, supo que John Viana, timonel de Elemental teatro, trazaba en su cartografía La mujer que cantaba (2003) del escritor franco-libanés-canadiense de “tragedias contemporáneas”, Wajdi Mouawad, heredero consumado de Esquilo, Sófocles y Eurípides, por la tiranía de sus catarsis en los finales, pero sin oráculos de consulta, ni deus ex machina que resuelvan “sentencias divinas”, ni de héroes exiliados o salvados por carrozas de fuego, lo primero que atracó en su cabeza, siguiendo con la analogía marítima, fue: ¿Cómo pondría él, en escena, una dramaturgia tan obstinada en no tener nada prescindible; una dramaturgia rigurosa en sus construcciones espacio-temporales y de unos cimientos sobre los que se erigen personajes y conflictos, ineludibles? Pues, la capacidad dramatúrgica que tiene Mouawad en la creación de imágenes poéticas y estéticas bellamente concebidas desde lo narrativo, desde su punto de vista, ha sido honestamente desentrañada por John Viana, ya que, esta concepción de Mouawad, estriba en concederle a las palabras la potencia del Verbo.
Es decir, la dramaturgia escrita por Mouawad fundada en la palabra, es un texto cercano a una especie de “teatro épico”, pues el acontecimiento dramático es explicado en lugar de ser mostrado, dándose así una sustitución de la mímesis por la diégesis, y excúseme lo técnico de los términos, pero no se reduce a la suma de simples unidades léxicas con sonidos articulados, significados fijos y categorías gramaticales, sino que instiga, azuza y compromete los cuerpos de los actores y las actrices a ser, de igual forma, elementos sígnicos de la escena, más allá del gesto y la interpretación, que es justamente lo que John Viana, con su grupo, ha logrado.
Incendios, como también se conoce la obra de Mouawad por la película del director canadiense Denis Villeneuve, nominada a los premios Oscar en el 2011 como mejor película extranjera, es una pieza de origen dramatúrgico que hace parte de la tetralogía: La sangre de las promesas, una especie de laudo o sentencia sobre la que se arma todo un puzzle junto a Litoral (1997), Bosques (2006) y Cielos (2009), que al leerlas – al menos, leerlas – no puede uno con facilidad elegir cuál es menos o más cruda; cuál es menos o más inverosímil; cuál es menos o más cercana a esa realidad velada por nuestra desidia e indolencia frente a la guerra. Sin embargo, Incendios – insiste el autor de este texto –, es de la tetralogía la propuesta más cáustica, más áspera y más amarga de las cuatro piezas, y por lo que el autor como espectador entonces, presenció y sintió con la versión de Elemental teatro, expone que John Viana no escatima el vigor teatral que demanda la obra de Mouawad.
La narración que es de compleja estructura llevando al espectador/lector de atrás hacia adelante hacia atrás hacia adelante, terminando por descorrer para nuestros sentidos y sentimientos un laberinto espacio/temporal en modo de vértigo comparado, tal vez, con el vivido en una montaña rusa, es el primer logro de John Viana como director de esta puesta: no dejar(se) engullir (ni a él como director, ni a los actores y actrices, ni a los espectadores) por el enmarañamiento narrativo que, como si del lanzamiento de una atarraya fuera, Mouawad origina con su dramaturgia. Por ejemplo, son 21 personajes: 7 principales y 14 de reparto que, John Viana de forma inteligente, logró resolver con 6 actores y 5 actrices, sin faltar ninguno de los propuestos por Mouawad.
Para este lugar del texto, el autor insistió en que debemos poner los nombres de los actores y actrices, sugiriendo aplausos de fondo. Aquí van:
Néstor García, Alejandro Vásquez, Verónica Lopera, Sandra Camacho López, Angie C. Muriel, Laura Zapata, Susana Quiroz Gómez, Emanuel Giraldo Gómez, Kevin Torres, Eduard Rodríguez y Juan Quiceno.
Ahora, la contundencia del espacio escénico, resuelta con una “gran mesa” que, sin afeite o atavío alguno, logra ser una metáfora de fácil articulación entre lo que es como significado y en lo que se convierte por su uso semántico, logrando conjugar y pluralizar los espacios y tiempos necesarios para el acontecimiento dramático. La instrumentalización y sensatez en el tratamiento, sentimental e íntimo, de la catarsis en cada uno de los personajes, va en conjunción con la planimetría lumínica que, de un solo color, no sólo algodona el espacio en luces, sino que suscita la atmósfera para cada momento escénico, sin abandonar el diálogo estético y técnico con los elementos de utilería y vestuario, este último, por ejemplo, en una gama de colores desprendidos de la tierra, el polvo y la ceniza. A modo de confesión, el autor de este escrito, dijo que, al terminar la función, fue testigo presencial y cautivo de una angustia inevitable al sentirse frente a un campo de batalla después de un combate cruento y a muerte.
Pues bien, quien es el autor de este escrito cree que este es el lugar para que usted como lector sepa o se informe sobre el encadenamiento de sucesos que suman la tragedia, y que yace sobre los hombros de Julia y Simón Marwan, hermanos mellizos e hijos de Nawal Marwan – “la mujer que canta”–, una mujer libanesa con un pasado escabroso y retorcido por el que en un momento de su vida decidió enmudecer y sólo es desvelado una vez que muere, pero para eso será usted espectador presencial de la puesta misma, así que no escribiré lo que llaman sinopsis de la obra, bastaría con saber que John Viana con su equipo de actores y actrices, concibe un vaivenir entre el pasado y el presente, conjugado con el dolor, la culpa y el perdón, durante casi tres horas, sin que la obra se disgregue, siendo una sola, y, eso sí, es una (a)puesta para un tipo de espectador o espectadora de teatro acostumbrada ya o, por lo menos, expectante ante la fuerza característica de una tragedia, por lo que le extralimita (entre los que saben, exponen sobre la obra de Mouawad, un “final rebuscado en exceso”, ya usted lo considerará), rebasa o es difícilmente medible con la realidad; la consideración irracional, incluso frente a uno mismo, despierta la discusión a partir de lo ético, lo político y lo moral.
Finalmente, quien firma al final de este texto, le desea a usted, ahora como lector/lectora, luego como espectador/espectadora, un buen viaje a un universo sobre la guerra y el perdón que no le dejará indiferente, e invitándole al libre uso de la palabra con un sentido crítico frente a la obra de Elemental teatro.
Gracias por leer y compartir.